lunes, 27 de mayo de 2013

Mi cuento

Me gustan los cuentos porque son cortos y siempre tienen un final feliz. Las historias suelen ser largas y sus finales impredecibles. Este es un cuento, no pasó ni pasará. No es mío pero tampoco me es ajeno.


Toqué timbre en su departamento a las tres en punto de una tarde de domingo,  llegué con el alma cargada de emociones, la mente turbia y una ansiedad que se reflejaba en ese montoncito de cigarrillos y cenizas que había ido apagando en la esquina mientras juntaba el coraje de tocar timbre.

Bajó en jeans y remera blanca, a cara lavada, me sonrió y me abrazó como si nos hubiésemos visto ayer. La abracé, el contacto físico se sentía bien después de tanto tiempo de haberlo esquivado. Tenía olor a flores en el pelo. "Algún shampoo de minas", pensé. Reconocí su cuerpo con mi abrazo, a lo mejor pequé de confianzudo pero se dejó, vi que su cuerpo encajaba perfectamente en el mío y me sentí un tanto frustrado cuando me alejó para examinarme. Me miró y la miré, sin disimulo y sin pudores nos estudiamos el uno al otro. "Estas hecho mierda" me dijo con una sonrisa que mostraba todos los dientes, "Vení, pasa" .

Subimos los pocos pisos por la escalera y, no sin forcejear,  abrió la puerta de su casa. Era un departamento sencillo, con pocos muebles, nada hacía juego con nada pero todo quedaba perfecto con todo, era simple y práctico, sobreabundaban los colores y mirándola me pareció lógico. La ventana estaba abierta de par en par y el ruido que entraba de la calle parecía el soundtrack perfecto para esta situación.

Se sacó los zapatos y me dijo que estaba perfecto si quería sacarme los míos, la invitación me tentó pero mi educación me lo prohibía. Fue a la cocina y la seguí, vi como sacaba una pava del fuego y como llenaba un termo no sin largar una maldición al aire contra su torpeza cuando se quemó con el agua hirviendo. Lo trajo a la mesa junto con un mate, de esos baratos, típicos de la gente que no suele tomar  y trajo a la vez una taza con un saquito de té. Puso el primero frente a mí y me dijo "Tomá, lo preparé para vos" y se sentó tipo indio en el otro extremo del sillón, de frente a mi, con sus dos manos agarrando una taza y mientras bebía, me miraba y me escuchaba.

Empecé a contarle todo, en desorden, sin seguir un hilo, una forma o un modo. Ella se limitaba a asentir y hacer preguntas cortas, incisivas, honestas y a veces dolorosas. Ya había desnudado mi alma para ella mil veces antes, pero esta era distinta, esta vez la miraba a los ojos y su mirada no mentía. Veía como mi dolor se hacía suyo, como a pesar de lo ilógico de mi relato ella iba entendiendo palabra por palabra lo que le contaba y como le sentía mi pesar. Le conté y me contó. Hice carne en mí sus cicatrices, me apropié de sus heridas y quise calmar su dolor.

El sol iba cayendo, la tarde se había hecho corta y el cansancio propio de quien desnuda sus males hacía mella en los dos. Ella seguí ahí, tan cercana y tan lejana. Me acerqué y con mi mano acaricié suavemente su cara, ella acompañó el movimiento de mi mano ladeando su cabeza, acerqué mi boca a la suya y se negó. "No es el momento, seamos amigos" me dijo mientras alejaba su boca de mi boca, su cara de mi cara. Podía sentir el perfume de su cuello en mi nariz y la ira crecía en mi mientras le contestaba que todo estaba bien, que tenía razón.

"Pendeja de mierda, ¿Quién se cree para plantarme así?. No sabe un carajo de la vida, no entiende nada"  pensé mientras me alejaba de su casa. Caminé las cuarenta cuadras rápido, sin pensar, sin mirar otra cosa que el piso, cegado por mi propia furia. Sin embargo, al día siguiente a la misma hora estaba otra vez tocándole el timbre.

Me abrazó y me invitó a pasar. La charla fue distendida, amena. Fue superficial, estaba contenta por mi presencia y se le notaba. Nunca dudó que yo fuese a volver. Sabía que su rechazo de ayer me había enojado pero su confianza en mí y en el cariño que nos teníamos era aún más grande que su miedo y sabía que yo iba a estar ahí hoy.  Quince días me fui frustrado de su casa y quince días volví, cada vez más sano y más tranquilo. Ella era un bálsamo para mi y yo un oasis o una novedad, para ella.

El día dieciséis todo cambió. Toqué timbre y no atendía. Las ventanas estaban cerradas. La llamé a su celular y me atendió con una voz que delataba cansancio "Dormía, ya voy". Bajó en pijamas, despeinada, con unas ojeras azul profundo bajo sus ojos. Me asusté. La miré por primera vez como algo frágil, casi infantil. "Me intoxiqué, no dormí en toda la noche" me explicó y me abrió para dejarme pasar. Subimos, por primera vez en el ascensor, abrazados porque en esa tarde primaveral ella estaba helada.

Sin oír sus quejas y reclamos le preparé un baño caliente y la obligué tomarlo. Cuando salió, con un aspecto mucho más vital, la esperaba con un té. La acosté. Me senté en el borde de la cama, apoyado contra el respaldo y apoyó su cabeza en mi pecho y se durmió profundamente. Respiraba con calma, y su perfume alteraba todos mis sentidos. Estaba enferma, nunca tan frágil ante mí, nunca tan confiada y yo pensando en las mil maneras de hacerle el amor. Me asusté. "Hacerle el amor"  ¿Quién iba a decir que yo iba a pensar en amor? Eran las tres de la mañana cuando logré frenar mis ideas y me dormí,  la abrazaba fuerte sabiendo que dentro de poco la iba a perder, que nunca iba a ser mía, que nunca iba a ser suyo.

Al día siguiente me levantó la música, me desperté desorientado, no sabía donde estaba. No había terminado de reaccionar que, como un terremoto, ella llegó a las carcajadas a la cama, a mis brazos, a mi boca. Estaba radiante, todavía de pijamas, pero más linda de lo que había estado nunca. "Te quedaste conmigo, gracias" me dijo al mismo tiempo que besaba mis labios. Fue un beso suave, inocente en un principio. Mis ganas eran muchas, las de ella también. Entre beso y beso la tenía abajo mío, los ojos le brillaban de deseo, su boca y su cuerpo me reclamaban. Así la había querido desde el primer día. Me la cogí con desesperación, no había amor en ese acto, era un cuerpo llamando al otro, era la carne gritando. Respondió con creces a cada uno de mis pedidos, ella estaba dispuesta para mí. Ella era lo que necesitaba. Acabé y me desplomé encima de ella, me quedé rendido sobre su cuerpo, el olor a sexo invadía la habitación, me miró sonriente y me dio un beso suave en la nariz. "Tramposo, solo quería avisarte que el desayuno estaba listo. No era a mí a quien debías comer" y se río. Nos quedamos inmóviles y callados no se cuanto tiempo. No se quien fue el primero que salió de la cama, no se si fue ella, si fui yo, si fuimos los dos en un silencioso pacto mutuo. Desayunamos, nos vestimos y le dije "Debería irme a mi casa" y ella silenciosa asintió.

Pensándolo bien, no pareció estar triste ante mi afirmación, estoy seguro de que no la alegró. Era como si ella supiese desde un primer momento que así debía ser, que así estaba destinado a ser  y que lo aceptaba. Esa tarde me fui para no volver. Ella rearmó mis pedazos y yo curé sus heridas. Me cuidó y la cuidé. Nunca más la volví a ver a pesar de que a veces en sus letras me busco, ella nunca más me escribió.










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