Y de repente un disparo. Cayó muerta la bestia bajo mi árbol. Las botas negras y pesadas de mi salvador patearon por seguridad el cádaver antes de ayudarme a bajar.
Sin intenciones de desistir el bicho topaba mi lenga haciendo volar astillas y marcando en el tronco sus colmillos.
Llevaba más de cuatro frías horas atrapada ahí arriba. Mi hirusto carcelario no se rendía. Mis manos ya estaban entumecidas y mi cuerpo había dejado de temblar para empezar a entumecerse.
"Vuelvo a la ciudad y me pongo a régimen" pensaba yo asustada mientras cruzaba los dedos parq que ese árbol enclenque resista mi peso y aquella extraña forma de tala.
Nunca lo oí llegar hasta que estuvo a pocos metros frente a mí. Mi grito pareció ser la señal de largada para su furiosa carrera, justo a donde yo estaba.
Alcancé a treparme a un árbol cercano, no tan alto como me hubiese gustado pero lo suficiente como para poner distancia entre él y yo.
Caminé y caminé. Caminé y caminé. No se cuanto caminé hasta llegar a ese bosque de lengas. Sentí que algo me asechaba: la soledad, haciéndome la romántica pensé.
Solo se oían mis pisadas en la tierra, el ruido de las ramas partirse bajo mis zapatos. Avanzaba con pasos lentos y constantes y el viento murmurando en mi oído.
Después de dos días de tormenta y encierro me armé de coraje, me calcé botas de goma, me enredé una bufanda en el cuello y bien abrigada salí bajo la lluvia a dar un agradable paseo.
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